Liderarnos para liderar

Liderazgo al estilo de los jesuitas.

Las mejores prácticas de una compañía de 450 años que cambió al mundo (Chris Lowney)

San ignacio de loyola

Introducción

Una investigación de la palabra liderazgo en el motor de búsqueda Google arroja más de diez millones de páginas web, en tanto que un librero en línea, ofrece más de diez mil títulos sobre el tema.

Aun sin tomarse el trabajo de examinarlos, se puede dar por sentado que ninguno de ellos presenta a la sociedad como inundada de líderes. Probablemente es todo lo contrario. Muchas de esas obras reforzarán lo que ya sabemos intuitivamente: que necesitamos más líderes de principios y eficientes al timón de las principales corporaciones, liderazgo personal más confiable en el hogar y en el trabajo, y más liderazgo visionario e inspirado por parte de quienes nos entrenan, enseñan, asesoran, aconsejan, o gobiernan.

También se puede afirmar con un alto grado de seguridad que ninguno de esos libros destaca como rica fuente de liderazgo al puñado de amigos que hace unos 470 años se reunieron para fundar una nueva compañía, para lo cual no parecían estar bien preparados ya que no tenían ni un producto, ni capital, ni nombre para la compañía, ni experiencia o plan de acción. Sus probabilidades de éxito eran bien escasas. A pesar de todo, antes de que transcurriera mucho tiempo ya existía la Compañía de Jesús, con un millar de miembros que operaban en cuatro continentes. En poco más de una generación era la orden religiosa más importante del mundo, y posiblemente la más importante de todas las compañías de la época. Fueron los precursores de una estrategia.

Cuatro principios que fueron decisivos infinitamente más valioso que el plan, el producto y el capital, de los cuales carecían los jesuitas fue el hecho de que los fundadores sí tenían dedicación incondicional a un modo exclusivo de trabajar y de vivir, a una vida en la cual se integraban los principios del liderazgo, es decir, el conocimiento de sí mismos, el ingenio, el amor y el heroísmo.

Ni Loyola ni sus colegas fundadores entendían éstos como principios de liderazgo, ni los habrían considerado destrezas del mismo, tal y como hoy usamos nosotros estos términos. Más bien, tomados en su conjunto y reforzados por la práctica de toda una vida, los tenían como un modo de proceder, una actitud integral frente a la vida. Respondían a las oportunidades y las crisis, no echando mano de las tácticas de moda sino operando hoy de la misma manera que habían operado ayer y que operarían mañana, en el hogar y en el trabajo, en los éxitos y en los fracasos

Investigaciones recientes están validando algunos aspectos de las técnicas jesuíticas; por ejemplo, el vínculo entre el conocimiento de sí mismo y el Liderazgo.

Loyola y sus colegas estaban convencidos de que el hombre da su mejor rendimiento en ambientes estimulantes, de carga positiva, de manera que exhortaba a sus dirigentes a crear ambientes “más de amor que de temor”.

Esos principios tienen sus raíces en la idea de que todos somos líderes y que toda nuestra vida está llena de oportunidades de Iiderazgo.

El liderazgo no está reservado para unos pocos mandamases de grandes compañías ni tampoco se limitan las oportunidades de liderazgo al escenario de trabajo.

Podemos ser líderes en todo lo que hacemos: en el trabajo y en la vida diaria, cuando enseñamos y cuando aprendemos de los demás; y casi todos hacemos todas estas cosas en el curso de un día.

Yo he tenido la suerte de trabajar con algunos grandes líderes y estoy convencido de que Ignacio de Loyola y su equipo también lo fueron. Ésa es la única razón para prestar atención a lo que ellos nos enseñan sobre liderazgo. Ignacio fue un santo; él y sus colegas fueron católicos, sacerdotes, y por tanto, todos hombres.

Los jesuitas no fueron grandes líderes simplemente por profesar determinadas creencias religiosas sino por la manera como vivieron y trabajaron; y su modo de vida tiene valor para todos, cualquiera que sea su religión.

Loyola mismo estableció la fórmula de éxito de los jesuitas al  abordar las oportunidades del mundo real con estrategias de liderazgo del mundo real, y sus colegas, observándolo, acuñaron la máxima jesuítica: ”trabaja como si el éxito dependiera de tu propio esfuerzo, pero confía como si todo dependiera de Dios“.

¿Qué motivó su creatividad, su energía e innovación? ¿Por qué han triunfado cuando tantas otras compañías y organizaciones hace tiempo que cayeron derrotadas?

Cuatro pilares del éxito

Los jesuitas desecharon el estilo de liderazgo aparatoso para concentrarse más bien en engendrar cuatro valores verdaderos como sustancia del liderazgo:

• conocimiento de sí mismo,

• ingenio,

• amor y

• heroísmo

En otros términos, los jesuitas equiparon a sus aprendices para que triunfaran, formándolos como líderes que

• Entendieran sus fortalezas, sus debilidades, sus valores y tuvieran una visión del mundo;

• Innovaran confiadamente y se adaptaran a un mundo cambiante;

• Trataran al prójimo con amor y una actitud positiva; y

• Se fortalecieran a sí mismos y a los demás con aspiraciones heroicas.

Además, los jesuitas formaban a todos los novicios para dirigir, convencidos de que todo liderazgo empieza por saber uno dirigirse a sí mismo.

Esta fórmula de los cuatro pilares sigue siendo hoy base de la formación de un líder jesuita, y es una fórmula que puede preparar líderes en todos los campos de la vida y el trabajo.

En lugar de hablar de liderazgo, lo practicaron.

¿Qué hacen los líderes?

El profesor John Kotter, de la Escuela de Negocios de Harvard y desde hace más de 30 años destacado comentador de las prácticas administrativas de las compañías, ofrece un buen resumen de lo que creemos que son los deberes de un líder:

• Trazar el rumbo: exponer una visión del futuro (a veces un futuro lejano) y las estrategias para producir los cambios necesarios para realizar dicha visión.

• Alinear a la gente cuya cooperación se requiere: comunicar el rumbo verbalmente y con hechos, de manera que influya en la creación de equipos y coaliciones que entiendan la visión y las estrategias y acepten su validez.

• Motivar e inspirar: infundir vigor a las personas con el fin de vencer los obstáculos políticos, burocráticos y económicos que se oponen al cambio, y satisfacer así necesidades humanas básicas que a menudo permanecen insatisfechas.

• (En gran parte como resultado de estas tres primeras funciones), producir cambios, muchas veces dramáticos.

En otras palabras, el líder determina adónde necesitamos ir, nos indica el camino acertado, nos convence de que es preciso ir allá y nos conduce a través de los obstáculos que nos separan de la tierra prometida.

Los jesuitas enfocan el liderazgo a través de un prisma muy distinto, y así refractado el liderazgo aparece bajo una luz distinta.

Cuatro diferencias se destacan:

• Todos somos líderes y dirigimos todo el tiempo, bien o mal.

• El liderazgo nace desde adentro. Determina quién soy, así como qué hago.

• El liderazgo no es un acto. Es mi vida, una manera de vivir.

• Nunca termino la tarea de hacerme líder. Éste es un proceso continuo.

Todos somos líderes y dirigimos todo el tiempo

El concepto jesuita de que toda persona posee un potencial de liderazgo no aprovechado contradice abiertamente el modelo jerárquico de las corporaciones, que sigue dominando el modo de pensar acerca de quiénes son los líderes.

Los primeros jesuitas eran un poco más ambiciosos y mostraban mejor apetito cuando se servía el pastel del liderazgo.

Haciendo a un lado las anteojeras que obligan a ver como líderes únicamente a quienes ejercen el mando, prepararon a todos los novicios para ser líderes. Desecharon las teorías del “único grande hombre” y se concentraron en el 99% restante de los líderes en potencia. Todo individuo es un líder y todo el tiempo está dirigiendo, a veces de manera inmediata, dramática y obvia, más a menudo de una manera sutil, difícil de medir, mas no por ello menos real.

En resumen, ¿quién inventó ese metro que mide a algunos como líderes y a otros sólo como maestros, padres, amigos o colegas? ¿Y dónde están las líneas divisorias? ¿Se necesita influir por lo menos en cien personas a la vez para ser líder? ¿O es suficiente con 50? ¿O qué tal 20, o 10, o una sola persona?

¿Y el impacto de un líder tiene que hacerse visible en el término de una hora, o de un año? ¿No hay también líderes cuya influencia es escasamente perceptible durante su vida pero se manifiesta una generación más tarde en los que ellos criaron, enseñaron, educaron o formaron?

La confusión proviene de una visión sumamente estrecha de que líderes son únicamente quienes ejercen mando sobre los demás y producen un impacto trasformador, y hacen esto a corto plazo. Y cuanto más rápidamente lo hagan y a más gente afecten, tanto más arriba figuran en la escala del liderazgo.

Pero el estereotipo de liderazgo de los de arriba, que todo lo trasforma inmediatamente, no es la solución: es el problema. Si sólo los que están en una posición de mandar a grandes equipos son los Líderes, todos los demás tienen que ser seguidores. Y los que se catalogan como seguidores actuarán inevitablemente como tales, desprovistos de la energía y el empuje necesarios para aprovechar sus propias oportunidades de liderazgo.

El modelo jesuita acaba con el precepto del “mito del gran hombre” por la sencilla razón de que todos ejercen influencia, buena o mala, grande o pequeña, todo el tiempo.

Un líder aprovecha todas las oportunidades que se le presenten para influir y producir un impacto.

El liderazgo nace desde adentro. Determina quién soy yo, así como qué hago

En lugar de repetir una y otra vez listas trilladas de lo que hacen los líderes, el método jesuita se concentra en quiénes son líderes. Nadie llegó nunca a ser Iíder leyendo un libro de instrucciones y mucho menos repitiendo como loro reglas o máximas iguales para todo

El medio más eficaz de liderazgo con que cuenta el individuo es el conocimiento de sí mismo: una persona que entiende lo que valora y lo que quiere, que se basa en determinados principios y se enfrenta al mundo con una visión coherente.

La conducta del líder se desarrolla de manera natural una vez que se hayan sentado esos cimientos. Si no se han sentado, la simple técnica no los reemplaza. La mayor fortaleza del líder es su visión personal, que comunica con el ejemplo de su vida diaria.

La visión es algo intensamente personal, el producto de madura reflexión, ¿Qué es lo que yo busco? ¿Qué quiero? ¿Cómo encajo en el mundo?

El liderazgo no es un acto; es una manera de vivir

El liderazgo no es un oficio ni una función que uno desempeña en el trabajo y luego deja a un lado cuando regresa a su casa a descansar y disfrutar de la vida real.  El liderazgo es la vida real del líder.

Los primeros jesuitas se referían a menudo a lo que llamaban nuestro modo de proceder.

Ciertos comportamientos se ajustaban a ese modo; otros no.

Nadie trató de expresar “nuestro modo” por escrito porque nadie habría podido hacerlo y además no se necesitaba. Era algo que fluía de la visión del mundo y las prioridades que compartían todos los miembros de la Compañía de Jesús. Su modo de proceder era una brújula, no una lista de comprobación.

Si uno sabe adónde quiere ir, la brújula es un instrumento mucho más útil.

Hacerse líder es un proceso continuo de autodesarrollo

El liderazgo personal es una tarea permanente en la cual el conocimiento de sí mismo va madurando de manera continua. El ambiente externo evoluciona y las circunstancias personales cambian, lo mismo que las prioridades personales. Algunas fortalezas personales decaen a medida que surgen oportunidades para desarrollar otras. Todos estos cambios requieren un continuo crecimiento equilibrado y una evolución como líder. Para el líder débil, el proceso continuo es una amenaza o una carga; una perspectiva más atractiva es llegar a alguna planicie imaginaria de liderazgo donde se pueda descansar y gozar de su elevada posición. Por el contrario, el líder fuerte acoge la oportunidad de seguir aprendiendo acerca de sí mismo y del mundo, y goza con la perspectiva de nuevos descubrimientos e intereses.

Una extraña definición de liderazgo en comparación con otras

Si todo liderazgo es ante todo liderazgo de sí mismo, que nace de las creencias y actitudes personales, entonces cada uno tiene que resolver qué legado personal de liderazgo quiere dejar a sus sucesores. Si el papel que desempeñamos como líderes se está desenvolviendo continuamente, tomaremos esa decisión más de una vez. Y si influimos todo el tiempo en quienes nos rodean, ya sea que nos demos cuenta de ello o no; generalmente no estamos escogiendo nuestras oportunidades de dirigir sino que se nos imponen independientemente de nuestra voluntad. Nuestra única alternativa es responder bien o hacer un pésimo trabajo.

Si esos primeros jesuitas fueron líderes distintos, quizá fueron también mejores modelos de lo que por lo común se nos ofrece ahora, por la sencilla razón de que su modelo se basaba en seres humanos reales, que vivieron una vida real, en el mundo real.

Los pilares de su éxito: Conocerse a sí mismo

Los líderes prosperan al entender quiénes son y qué valoran, al observar malsanos puntos de debilidad que los descarrilan y al cultivar el hábito de continua reflexión y aprendizaje.

Sólo la persona que sabe lo que quiere puede buscarlo enérgicamente.

Sólo quienes han puntualizado sus debilidades pueden superarlas.

Éstos son principios obvios pero que rara vez se llevan a la práctica.

Los primeros jesuitas inventaron toda una serie de técnicas y prácticas para formar discípulos que tuvieran conciencia de sí mismos. Aislados durante un mes del trabajo, las amistades, las noticias y hasta de las conversaciones casuales, los novicios dedicaban toda su energía a una minuciosa evaluación de sí mismos. Practicar los ejercicios espirituales era el momento culminante de un régimen de entrenamiento que lo abarcaba todo, hasta mendigar comida y posada en un largo peregrinaje. Los novicios salían del entrenamiento sabiendo lo que querían en la vida, cómo alcanzarlo y qué debilidades podían hacerlos tropezar.

Tomar consciencia de sí mismo es un producto nunca terminado. Sin duda, algunos de los valores que lo guían a uno en la vida se adoptan desde temprana edad y de ahí en adelante no son negociables, pero nuestro complejo mundo sigue cambiando. Los líderes también tienen que cambiar.

Cada uno de los primeros jesuitas dedicaba todos los años una semana de intensa concentración a revitalizar su compromiso central y evaluar su rendimiento durante el año anterior.

Además, las técnicas jesuitas de autoconocimiento permitían acomodarse al cambio porque infundían al novicio el hábito de continuo aprendizaje y de meditación diaria sobre sus actividades. Estas técnicas siguen siendo pertinentes hoy, precisamente porque se diseñaron para que los individuos muy ocupados “reflexionaran sobre la marcha”.

Los religiosos anteriores a los jesuitas por lo general confiaban en las paredes del convento para que les ayudaran a concentrarse todos los días y a permanecer dueños de sí mismos. Pero Loyola echó por tierra las paredes del claustro y sumergió a los jesuitas en el mar tormentoso de la vida cotidiana. Una vez que cayeron las paredes, los jesuitas tuvieron que apelar a otras técnicas para permanecer serenos en medio de la barahúnda infernal que los rodeaba, exactamente lo mismo que a todos nosotros.

Siglos después, los estudios académicos al fin se están poniendo al día con la visión de Loyola y están validando su insistencia en el conocimiento de uno mismo. Aun cuando muchos ejecutivos ascienden por la jerarquía en virtud de su destreza técnica, su inteligencia natural o por pura ambición, por sí solas estas características rara vez dan por resultado un liderazgo sobresaliente a largo plazo. La investigación moderna sugiere que el cociente intelectual y las habilidades técnicas son mucho menos importantes para un liderazgo de éxito que un maduro conocimiento de uno mismo. En otros términos, la dura experiencia indica que el factor crítico está en las destrezas ideales que implica el conocimiento de uno mismo.

Ingenio: “Todo el mundo será nuestro hogar”

Los líderes se acomodan y hacen acomodar a los demás en un mundo cambiante. Exploran nuevas ideas, métodos y culturas en vez de mantenerse a la defensiva ante lo que pueda esperarles a la vuelta de la esquina. Afirmándose en principios no negociables, cultivan la “indiferencia” que les permite adaptarse sin temor.

Para Ignacio de Loyola el ideal jesuita es “vivir con un pie levantado”, es decir, siempre listo para responder a las oportunidades que se ofrezcan.

El conocimiento de uno mismo es la clave para vivir bien con un pie levantado.

Un líder tiene que despojarse de hábitos arraigados, prejuicios, preferencias culturales y abandonar esa actitud de “así es como lo hemos hecho siempre” el lastre que impide una rápida respuesta adaptable. Las creencias básicas no son negociables; son el ancla que permite cambiar resueltamente en lugar de dejarse llevar por la corriente sin propósito alguno.

El líder se adapta confiadamente, sabiendo qué es y qué no es negociable.

¿Cómo se adaptaron tan rápida y totalmente los jesuitas a ese mundo que probablemente cambió tanto durante su vida como había cambiado en los mil años anteriores?

Los jesuitas apreciaban la agilidad individual y corporativa.

Eran rápidos, flexibles, abiertos a nuevas ideas. Las mismas prácticas que fomentaban el conocimiento de sí mismos, los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, infundían “indiferencia”, o sea desapego a lugares y posesiones, porque lo contrario puede dar por resultado indebida resistencia al movimiento y al cambio.

El mensaje de “vivir con un pie levantado” se reforzó sin cesar: los lugartenientes de Loyola recorrieron Europa recordándoles a los jesuitas dispuestos a acoger nuevas misiones que “el mundo entero sería su hogar”. Loyola los estimulaba así a actuar en la práctica con rapidez, pero al mismo tiempo describía una actitud mental que todo jesuita debía cultivar.

Amor: “Con más amor que temor”

Los líderes se enfrentan al mundo llenos de confianza con un sentido claro de su propio valor como individuos dotados de talento, dignidad y potencial para dirigir. Encuentran esos mismos atributos en otras personas y se comprometen resueltamente a honrar y liberar el potencial que perciben en sí mismos y en los demás. Crean ambientes rodeados y activados por la lealtad, el afecto y el apoyo mutuo.

Maquiavelo aconsejaba a los líderes que “ser temidos es mucho más seguro que ser amados”, consejo que no sorprende en boca de un hombre que estaba convencido de que los seres humanos son “ingratos, volubles, mentirosos e impostores, cobardes y ávidos de ganancias”.

Loyola tenía un criterio diametralmente opuesto; aconsejaba a los directores de los jesuitas gobernar con “‘todo el amor y modestia y caridad posibles”, de manera que sus equipos medraran en ambientes “‘de más amor que temor”.

Esta actitud tan patentemente contraria de los jesuitas provenía de su visión totalmente contraria del mundo. Mientras Maquiavelo veía el mundo poblado por embaucadores, miedosos, y desagradecidos, los jesuitas lo veían a través de un lente muy distinto: veían a cada persona como un ser dotado de singular talento y dignidad. La conducta de los jesuitas provenía de su visión, así como los consejos de Maquiavelo de la suya.

Movidos por el amor, los jesuitas trabajaban con pasión y valor, ya fuera enseñando a los adolescentes o enfrentándose a los colonizadores que abusaban de los pueblos indígenas de América Latina.

Los jesuitas continuaron comprometidos con esa visión porque funcionaba. Los llenaba de energía trabajar con colegas que los estimaban, confiaban en ellos y los apoyaban.

Sus equipos estaban unidos por lazos de afecto y lealtad, no minados por traiciones ni críticas.

Su visión igualitaria y global les permitió a los jesuitas organizar equipos en los cuales convivían sin chocar novicios de la nobleza europea con hijos de las familias más pobres del mundo, y todo lo intermedio.

Todo el mundo sabe que las organizaciones, los ejércitos, los equipos deportivos y las compañías dan lo mejor de sí cuando los miembros del equipo se respetan los unos a los otros, se estiman y se valoran, se tienen recíproca confianza y sacrifican pequeños intereses egoístas para apoyar las metas del equipo y el éxito de sus colegas. Los individuos también dan lo mejor de sí cuando los respeta, los estima y confía en ellos alguien que genuinamente se interese por su bienestar. Loyola no tenía miedo de llamar este conjunto de actitudes “amor”, y aprovechó su poder vitalizador y unificador para su equipo jesuita.

Los líderes eficaces también aprovechan hoy ese poder.

Heroísmo: “Despertar grandes deseos”

Los líderes imaginan un futuro inspirador y se esfuerzan por darle forma, en vez de permanecer pasivos a la espera de lo que traiga el futuro. Los héroes sacan oro de lo que tienen a mano en lugar de esperar a tener en la mano oportunidades de oro.

Los consultores en administración buscan sin cesar la fórmula segura para suscitar un desempeño motivado y comprometido de los individuos y los equipos. Por más que los gerentes quisieran operar un interruptor o apretar un botón para activar a los trabajadores, las cosas no funcionan así. No existe un botón eléctrico para motivar; o, más bien, sí hay una especie de botón, pero está en el interior de cada uno. Sólo el individuo puede motivarse a sí mismo.

Loyola animaba a los jesuitas de ferrara, en Italia, diciéndoles que “trataran de concebir grandes resoluciones y provocar deseos igualmente grandes”.

No era un consejo aislado. La cultura jesuita impulsaba a los miembros de la Compañía a concebir “grandes deseos” mediante la visualización de objetivos heroicos. Así obtenían un comportamiento sobresaliente de individuos y equipos. Lo mismo ocurre cuando atletas, músicos o gerentes se concentran firmemente en metas ambiciosas. También movía a los jesuitas una energía infatigable, expresada en una consigna simple, magis, que en latín quiere decir “más”, siempre algo más, algo más grande.

A los maestros jesuitas en centenares de colegios, la consigna magis los centraba en proveer la educación secundaria de más alta calidad disponible en el mundo: un estudiante a la vez, un día a la vez.

Hicieran lo que hicieran, se mantenían convencidos de que el rendimiento de la más alta calidad se obtenía cuando los individuos y los equipos apuntaban más alto. Sobre esta convicción construyeron su compañía. Aspiraban a poner el esfuerzo total del equipo al servicio de algo que era más grande que cualquier individuo, a pesar de que el compromiso del equipo dependía del compromiso individual.

Cada novicio pasaba primero por el proceso de dar forma personalmente a las metas del equipo y apropiarse de ellas, de provocar sus propios “grandes deseos” y motivarse a sí mismo.

¿Cómo crearon los jesuitas la compañía religiosa de más éxito en la historia? ¿Y cómo llegan los individuos a ser líderes hoy? Conociéndose a sí mismos. Innovando para amoldarse a un mundo cambiante. Amando al prójimo. Apuntando muy alto y más lejos.

Conocimiento de sí mismo, ingenio, amor y heroísmo.

No son cuatro técnicas sino cuatro principios que dan forma a una manera de vivir, un modo de proceder. Ningún jesuita triunfó adoptando tres de los principios y prescindiendo del cuarto. Para entender el liderazgo jesuita tenemos que estudiar sus cuatro elementos medulares y en seguida volver a reunirlos para traer a la vida ese liderazgo, pues su poder real no reside en la simple suma de sus partes sino en lo que resulta cuando esos cuatro principios se refuerzan recíprocamente en una vida integrada.

Biografía: Extractos textuales de pasajes del libro LIDERAZGO AL ESTILO DE LOS JESUITAS.

Las mejores prácticas de una compañía de 450 años que cambió al mundo – Chris lowney.
Editorial Verticales de bolsillo. Gerencia.

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